Un empresario de Georgia, en Estados Unidos, que llevaba años vendiendo zapatos de tallas especiales, encontró en Google la solución a su viabilidad futura: gracias a la red, personas con pies grandes residentes en cualquier lugar del mundo, podían comprarle. Así que pronto llegó al medio centenar de trabajadores. Lo suyo era un negocio basado en Internet.
De pronto, un día a finales de un mes de noviembre, no entró nadie en su página web. A veces pasaban estas cosas. Al día siguiente tampoco. Ni al siguiente. Toda una semana en blanco. O sea que empezó a preocuparse. Entró en Google y comprobó que, en contra de lo que ocurría antes, al introducir “zapatos de tallas grandes” en el buscador, su empresa no aparecía. Mandó cambiar las palabras clave y el texto de su web, pero nada, no aparecía. Entonces intentó llamar a Google. Pero Google no tiene teléfono, ni domicilio, ni servicio de atención a clientes porque él no era un cliente de Google. Google es una empresa privada que es dueña de sus actos. Tras un mes desesperado, después de despedir a tres cuartos de su plantilla, encontró en un blog que Google había cambiado el algoritmo con el que clasifica las páginas web. No, Google no conocía a esta empresa de Georgia, ni quería hacerle daño, sólo quería modificar el algoritmo para que los piratas que se dedican a burlar el algoritmo quedaran fuera, destruyendo de paso un negocio honrado y serio.
Ese es el problema de Google: su enorme poder. Incluso aunque no quiera hacer las cosas mal, la empresa de Mountain View es exageradamente poderosa. Si habláramos de comercio tradicional, es como si alguien pudiera decidir cerrar una calle o incluso una ciudad definitivamente, arrasando a los comercios que están allí.
Encima, nadie puede obligar a Google a hacer público su algoritmo, porque es una empresa privada, dueña de sus fórmulas, que no ha pedido permiso a nadie para tener este poder. El algoritmo, nos asegura Google, no es discriminador, pero porque Google quiere. Porque el sistema otorga tanto poder a esta compañía que si lo fuera no pasaría nada.
Y, finalmente, según descubre la Comisión Europea, detrás de todo esto también hay intereses comerciales. Al menos, podemos dudar de que quien tiene tanto poder lo use en beneficio propio. Pero eso no afecta a todos los aspectos del negocio, sino aquellos en los que Google es competencia, en los que hay dinero en juego para los Brin y Page. En otras áreas, allí donde Google no compite, sus decisiones son 'caballos en una cacharrería': hacen daño, destrozan lo que hay a su paso, pero no necesariamente tienen intereses económicos.
Observen qué sociedad más contradictoria: nunca ha habido más leyes para regular la competencia, más autoridades especializadas en esto, más preocupación por la igualdad de oportunidades, y nunca antes una empresa había acumulado tanto poder para arrasar a sus competidores de un plumazo sin que nadie se percate ni alarme.
Las quejas de las agencias de viajes en este sentido, son una gota en un océano. Sí, tienen razón, pero es que el mundo de Google es tan complejo y tan grande que la razón de las agencias de viajes no interesa mas que a ellos mismos.
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