Amsterdam está estudiando volver a subir la tasa que aplica a los turistas que pernoctan en la ciudad. En realidad, para ser exactos, algunos partidos políticos pretenden aplicar un impuesto que asusta: 10 euros por noche y por persona, capaz de tener influencia en las grandes cifras turísticas de la ciudad. O sea, un impuesto disuasorio.
La razón que aducen quienes defienden este aumento de la tasa es que la ciudad tiene muchos turistas que únicamente van al barrio rojo y que no dejan dinero en la oferta complementaria. De esta manera, con este impuesto, estos turistas dejarían de ir y solo seguirían yendo a la ciudad los que tienen dinero.
En realidad, aunque a todo el mundo le disgusta plantearlo abiertamente, aquí se trata de buscar al turista millonario, al que gasta mucho y molesta poco. O tal vez moleste, pero si deja dinero nadie lo sufre tanto. En el fondo, es lo que quieren todos, aunque muchos ni siquiera se atreven a decirlo en voz alta. Tampoco lo dicen explícitamente los holandeses, sino que aducen argumentos incomprensibles para terminar por excluir a los pobres.
Se trata, evidentemente, de un acto discriminador. No es discriminar por razón de sexo, raza o religión, pero es discriminar por razón de poder económico, que no deja de ser discriminar entre pobres y ricos, pero que siempre es más tolerable. Esa es la discriminación que hace años aplica Suiza y que le permite tener pocos turistas, pero a precio de oro; un poco es lo mismo que ocurre en Noruega, donde no hay lugar para el turismo barato.
Quienes proponen esto suelen ser partidos de izquierdas, progresistas, hasta incluso anti sistemas, que se quejan de la presencia masiva de visitantes. Cierto que todo esto exige una reflexión, pero que al final el turismo vuelva a ser un territorio reservado a los ricos no parece la solución más idónea.
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