Llevo una vida trabajando como periodista; he cubierto incontables conflictos laborales, he sido testigo de la expansión de mil empresas y he contado mil fracasos. Pero nunca antes me encontré con una empresa que provocara tal pasión entre sus empleados, que despertara tanto odio y tanto aprecio al mismo tiempo. Norwegian, al menos en eso, es única. En Preferente sabemos que cada noticia que se publica sobre la compañía provoca sistemáticamente un río de comentarios, tan virulentos en un sentido como en el otro. Un absurdo, pero real.
Evidentemente, Norwegian despertaba el cariño de muchos de sus empleados que hoy, desgraciadamente, están en la calle. Me cuesta entenderlo, al menos en las versiones más apasionadas. En cambio, nunca entendí para nada la tirria que también generaba.
Norwegian ofreció a España un servicio aeronáutico muy bueno, a precios competitivos. Era, digámoslo, una low-cost de calidad. Quizás hubiera habido un hueco para ella. Nunca lo sabremos porque en la precipitación con la que se hizo todo, nunca se dejó tiempo para madurar cada servicio, cada ruta, cada iniciativa. Desde luego, debía de perder dinero en España porque ha sido de las primeras bases en ser cerradas por el nuevo director general, que hizo lo que pudo por salvar a la compañía, sin éxito. O sin éxito total.
Siendo todo muy precipitado, muy atropellado, el principal problema de la compañía no fue su cuenta de resultados sino su balance, con un pasivo desmesurado.
Miren: O'Leary, el máximo responsable de Ryanair, compró la flota de B737 al poco de caerse las torres gemelas de Nueva York. En ese momento, las ventas de este avión habían caído tanto que Boeing tenía que optar entre cerrar su factoría o vender los aviones a precio muy bajo para mantenerla operativa. Cerrarla era muy complejo porque implica la pérdida de procedimientos, dinámicas y, sobre todo, trabajadores. Entonces aparece O'Leary con su talonario y, tal como hubiera hecho Boeing en sentido contrario, compra duros a cuatro pesetas. Ese es uno de los secretos de Ryanair. Más recientemente, cuando el 737 Max cae por segunda vez y todo el mundo desprecia a Boeing, Willy Walsh, el jefe de IAG, se presenta en Le Bourget y firma una opción de compra de 200 aviones de este modelo. Ya se imaginan qué variable utilizó para que le valiese la pena la apuesta.
Nada de esto era familiar en Norwegian. Todos sus aviones se compraron en momentos de expansión, cuando los fabricantes no necesitan bajar precios; todas sus bases se instalaron en momento de costes elevados; todas sus rutas nuevas han sido proyectos a largo plazo de los que la compañía se retractó en un año como media. ¿Cómo no iba a acumular pérdidas?
Lamento profundamente el cierre de la compañía, al menos de las cuatro filiales que operaban todo el mundo, excepto Noruega, Francia e Italia. Y lamento que los trabajadores, todos, sean hoy víctimas de esta situación. Especialmente que lo sean en un momento tan adverso en el que todas las rivales están cerradas a cualquier contratación nueva. Lamento el sufrimiento que se está causando. Una Norwegian bien gestionada tampoco lo habría tenido fácil en estos momentos, pero con ese pasivo, estaba sentenciada antes de que el virus hubiera salido de Wuhan.
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