Por Marga Albertí
26/7/10.- Cuesta creer que el aeropuerto de Lleida necesite ya de una ampliación cuando hace apenas seis meses el concurso público para adjudicar su gestión quedó desierto. Y no porque ninguna oferta se ajustara a las condiciones impuestas por la Generalitat catalana, sino porque no concurrió a la convocatoria ni una sola propuesta empresarial, escasas como eran las expectativas que levantaban las nuevas instalaciones. Qué ha cambiado en estos seis meses de crisis turística sin precedentes, cuando aeródromos similares se han estrellado contra las cifras sin apenas despegar, es un misterio por resolver. Quizá el anuncio sea un medio convincente para que la próxima convocatoria de concurso tenga más tirón, aunque si este voluntarismo no descansa sobre cálculos solventes, o si la ampliación es apenas un reclamo de rentabilidad sin más contenido que el estrictamente necesario para justificar su nombre, difícilmente las empresas privadas mostrarán interés, por más coloreada que llegue la propaganda política. Que el Gobierno regional ni siquiera haya esperado al balance del primer año de funcionamiento para anunciar la ampliación informa de una cierta prisa, de la costumbre de madrugar para que amanezca más temprano que tiñe la mayor parte de las iniciativas adoptadas por una Administración autonómica decidida a impulsar aeropuertos por encima de toda decisión racional. La reciente reapertura del aeródromo de Alt Urgell, que a mediados de los 80, cuando soplaban vientos favorables para el turismo, duró sólo dos años abierto es más de lo mismo. Como la intención de subvencionar a aerolíneas de bajo coste en Barcelona pese a tener garantizado el tirón de orejas de Bruselas, o el temerario –visionario, dirán otros- proyecto de Spanair. Cuando no existen barreras a la ambición política, la economía pone las cosas en su sitio. Que el capital sea público no excusa la prudencia que incluso en épocas de prosperidad debe guiar a las Administraciones, sino que la vuelve más exigente.
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