Por Pau Morata
Barcelona. 7/12/10.- Añorante, tal vez, del rango perdido que le permitió ser casi vice-ministro, el devaluado secretario general de turismo del gobierno de España se ha sumado a las voces empresariales que piden un ministerio específico de turismo alegando, quienes tal postura mantienen, la importancia macroeconómica de las actividades turísticas en España.
Siento discrepar una vez más –ya que no es la primera- de quienes piden ese ministerio. A lo sumo, me parecería aceptable el nombramiento de un ministro de turismo sin cartera. Un ministro sin cartera, no un ministerio.
La diferencia, por sutil que parezca, es de fondo más que de forma. El ministro sin cartera luciría la importancia turística pero poco más. Porque en España no hace falta ni un ministerio de turismo, ni una secretaría de estado, ni una secretaría general, ni una dirección general… ya que las competencias fundamentales –excepto la promoción y unos pocos aspectos marginales e irrelevantes- fueron traspasadas a las diferentes autonomías. Y después de la directiva Bolkestein, con la liberalización de servicios que aporta, aún menos se necesita.
Crear un ministerio de turismo, sin apenas competencias, es un peligro presupuestario. Porque además de satisfacer el ego y las vanidades –que eso ya lo cumpliría el estatus de ministro sin cartera- su creación alentaría a unos personajes generalmente dados a gastar alegremente con cargo a los presupuestos generales del Estado a engordar la plantilla de funcionarios para “llenar de contenido” ese ministerio. O sea más gasto público, innecesario a todas luces, no estando la economía del país para alegrías como esas sino necesitada de reducir costes.
En época de crisis tan dura como la actual -y probablemente aún más profunda en 2011- resulta llamativo que algunos empresarios insistan obcecadamente en la reivindicación del ministerio. A no ser que deseen un ministerio para intentar extraer de él más recursos. Pero más acorde con la libertad de empresa y mentalidad empresarial sería que los empresarios del sector pidieran tanto la supresión de toda la administración turística del Estado- salvo la red de OETs, que podrían pasar a depender del ministerio de Asuntos Exteriores- como el traspaso sistemático de los fondos de Turespaña a las comunidades autónomas para que cada una de ellas los invierta en función de los intereses receptores de su territorio, y con criterios de mayor proximidad a los administrados.
¿Tiene razón de ser, hoy en día, la pervivencia de Turespaña? ¿Es válido que desde un despacho en Madrid ocupado por un político que sea quien sea suele estar de paso se decidan estrategias de promoción y campañas de publicidad que, guste o no, encima favorecen a determinadas zonas españolas –o personajes y empresas- en detrimento de otras? O que, como ahora sucede, prioricen festejos y promoción gastronómica con nombres y apellidos –privados- a la precariedad –pública- del Spain Convention Bureau?
Aunque suene insolidario, que no lo es, habría que suprimir Turespaña y la “turespaña bis” disimulada bajo el paraguas de Segitur porque hace ya muchos años que el turismo en España alcanzó suficiente nivel como para que lo de un ministerio suene a país en vías de desarrollo como era el caso de aquí cincuenta o cuarenta años atrás. Entonces, salvo alguna excepción, y de poco tamaño, no había empresas turísticas españolas multinacionales ni grandes. Entonces, se concedían créditos hoteleros blandos para construir hoteles porque “faltaban” hoteles. Pero ahora sobran, sobre todo en algunas de las zonas de aquella primera generación desarrollista. Esperemos que los empresarios pro-ministerio de turismo cambien de opinión.
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