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EDICIÓN ESPAÑA

El orfanato

 

Tomás CanoPor Tomás Cano

Josef no tendría más de 17 años. Toda su vida la había pasado de un orfanato a otro, sin padres y sin familia. Los jueves era el único día que podía acudir a la biblioteca y conseguir un libro que el Reverendo Román repartía entre los más de 70 niños que habitaban aquel viejo orfanato, en las afueras de Hannover. Sólo le apasionaba su amor por los libros de Hergué, con Tintín y Milú. Evadirse con las aventuras del reportero era lo único que le mantenía vivo.

La disciplina en aquel lugar era espartana. Las monjas franciscanas eran implacables y el control que ejercían sobre los chicos era férreo.

Al término de las clases todos los compañeros se sentaban y hablaban del presente, pero sobre todo del futuro. Alguien le comentó que unos cubanos habían llegado a Madrid escondidos en el tren de aterrizaje de un avión; uno había muerto pero el otro se había salvado. Aquella noche no pudo dormir, pensaba y pensaba en la forma de abandonar aquella casa de locos y encontrar su destino, tal vez en otro país y proseguir su vida sin tener que caer constantemente encerrado sin saber cuando podría abandonar su encierro.

En el aeropuerto de Hannover era ya noche cerrada. El comandante del avión había pedido al agente de handling que le embarcaran rápidamente; primero por mantener su horario y segundo porque los pasajeros eran agentes de viajes alemanes muy importantes para su compañía. Su destino final era Palma de Mallorca. Era verano de 1987. El comandante puso en marcha los motores y al llegar al “punto de espera”, tuvo que aguardar unos cinco minutos o más porque había otros aviones a punto de despegar.

Josef se encontraba entre unos matorrales de la cabecera de la pista y sólo le separaba una valla metálica para alcanzar su libertad. No dudó ni un instante; pudo subirse a cualquiera de los aviones que allí esperaban su turno para salir pero el destino le tenía reservado el vuelo a Mallorca. Corrió y  saltó como un atleta, se dirigió directamente a una de las patas del tren de aterrizaje, apoyó su pie en la rueda y con las manos se agarró al fuselaje subiendo a lo que los técnicos llaman “WHEEL WELL” (pozo del tren), donde hay espacio, aunque parezca imposible, para más de dos personas. Se apartó lo más que pudo de la zona donde descansan las ruedas después del despegue. Esperó confiado en el destino, llorando.

El Boeing 737-300 despegó con Josef. Las compuertas del tren se cerraron y con ello también la vida de Josef. Nadie le había advertido de la falta de oxígeno y el frío de más de 50 grados bajo cero. Su muerte fue dulce pero definitivamente no pudo escapar a su destino, estaba recluido y murió recluido.

Nadie a bordo podía imaginarse que había un polizón en el avión. El vuelo fue normal hasta que en la aproximación al aeropuerto de Palma, cuando la tripulación fue a sacar el tren de aterrizaje, se percataron de que una de las patas no salía; el Comandante solicitó al segundo piloto que fuera al centro de la cabina donde debajo de la moqueta, en el pasillo, existe como un ojo de buey para ver el tren. El hombre quedó petrificado cuando le pareció ver un cuerpo humano en el pozo del tren.

Después de 45 minutos de intentos, el cuerpo de Josef cayó al vacío y el tren de aterrizaje quedó estabilizado. El avión aterrizó sin mayores consecuencias y Josef  encontró su “destino” triste pero al fin y al cabo el único que podía encontrar ante su desesperación por encontrar la libertad.

Los alemanes jamás reconocieron, como es habitual en ellos, que esta historia pudiera ser real y pasara en su propio país con magníficas medidas de seguridad, pero la perfección no existe y creo que ese día volvieron a percatarse, o tal vez pensaron que nada hay tras la muerte, la misma muerte es nada.


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