Por Marga Albertí
30/7/10.- El turismo aporta su granito de arena a la polémica supresión por decreto de las corridas de toros en Cataluña. Elevemos a la categoría de arte el ‘souvenir’ taurino, que junto con el sombrero mexicano tantas tardes de gloria ha dado a nuestros comerciantes. Convirtámoslo en patrimonio de todos, hagamos de él un símbolo de la esforzada historia del turismo en España y habremos fabricado otro mito que arrojar contra los incívicos enemigos de la fiesta. Matar al toro es nuestra forma de indultarlo, de inmortalizar a un animal que ha sido constante fuente de inspiración sin la cual medio Museo del Prado quedaría vacío, y las tiendas de ‘souvenirs’ también. Se podrá objetar que los cuadros de Goya sobre toros se los debemos a... Goya, y no a los toros, y que la mano del pintor aragonés también inmortalizó a las víctimas de la guerra de Independencia y a nadie se le ocurriría declarar bien de interés cultural los fusilamientos al amanecer, pero ponte a buscar la lógica de los ritos primitivos en el siglo de los satélites en órbita. Falla a menudo pero llena las plazas y entretiene a los turistas, por tanto provee nuestras carteras.
Aun a riesgo de caer en un infundado optimismo –la política convierte en culpable todo lo que toca- vale la pena considerar la decisión del Parlamento catalán fruto de una inquietud genuina. Pero los detractores de la abolición no necesitan dar ejemplo de rectitud en sus razonamientos para exigir en cambio la mayor de las coherencias. La forma más socorrida de invalidar un argumento es plantearlo en términos de ‘todo o nada’, como bien saben quienes de cuatro zancadas sostienen que no vale liberar a los toros mientras sigan existiendo correbous, circos, zoológicos e incluso experimentación animal, puestos al extremismo. Sigamos matando toros mientras un solo caballo de las galeras palmesanas pueda morir de un golpe de calor. Entre el matadero al uso y el de la Monumental, el toro no tiene elección.
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