Por Marga Albertí
13/8/10.- Hace 30 años tuve ocasión de ver a un holandés joven saltar de un balcón a otro de la quinta planta de un hotelito de playa en Mallorca y precipitarse a una estrecha terraza de ladrillo. Sobrevivió, lo mismo que la impresión que nos causó verlo en el suelo, flaco como una escoba y con los brazos y las piernas desencuadernados. Lo más raro fue la sonrisa boba que tenía en la cara mientras se lo llevaban en camilla. No era la primera vez que un cliente del hotel hacía “balconing”, pero sí la primera que alguno se caía. Algún verano anterior o posterior, ya no lo recuerdo, otro holandés veinteañero y borrachuzo fue capaz de dar un salto inverosímil desde la terraza de su habitación hasta el terrado del edificio vecino para recuperar una toalla. El episodio, incluida la perplejidad del empleado que desde abajo trató de impedirlo a gritos desesperados, forma parte de la historia del hotel. Otros riesgos menores ni se tomaban en cuenta, como tirarse al agua desde las habitaciones más altas que daban a la piscina -una destreza simple, al fin y al cabo-o entrar en el bar empapados después de nadar y convertir el suelo en una pista de patinaje poco artístico. Con el tiempo, el cartapacio del touroperador donde se especificaba todo lo que no se podía hacer, de lectura obligada para recién llegados, fue creciendo con prohibiciones impensadas, como en esas comunidades de vecinos donde el presidente se ve obligado a precisar en una circular que los residentes no pueden escupir en las zonas comunes ni estampar huevos contra el espejo del ascensor. Nunca se consiguió mucho. Al fin y al cabo los chavales venían precisamente a eso, a… divertirse.
Preferente.com Diario para profesionales del Turismo