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EDICIÓN ESPAÑA

Vuelo nocturno

 

Vuelo nocturnoPor Tomás Cano
5/11/09.- La oficina de la compañía había sido durante mucho tiempo la habitación de un pequeño albergue que tenía el aeropuerto. No era muy grande, pero suficiente para atender a las operaciones de la compañía, y podía albergar a una tripulación para efectuar el despacho de vuelo.

Eran ya las once de la noche, y el día había sido largo para el personal de tierra,  habíamos estado trabajando para despachar un vuelo a Port Gentil, en Gabón, con escala en Libreville.

El avión, un DC-7, estaba aparcado en una posición especial para subir a bordo la carga que el vuelo debía llevar, además de algunos pasajeros, todos ellos pertenecientes  a una compañía petrolera. La carga estaba compuesta de comida, repuestos técnicos muy pesados para el pozo petrolífero, ya que en Port Gentil se habían descubierto años atrás, yo diría sobre 1960, petróleo y gas.

Fuera en la pista hacía un frío de mil demonios. Colocar la carga nos obligaba a retirar asientos y al capataz responsable sólo se le oía decir de cuando en cuando, ¡a ver si pensamos un poco, rediós! Cuando hablaba de esta forma era imposible poder meter una palabra ni de canto, porque el tiempo apremiaba y había que hacer los cálculos para hallar el “centro de gravedad” correcto del avión, y lo que era también muy importante atar bien la carga y echarle unas redes por encima. De esta forma evitaríamos que el avión perdiera el control durante el despegue. La carga debía estar lo suficientemente sujeta para evitar movimientos bruscos durante el vuelo y con ello no perder también el avión durante ese largo vuelo. Eran otros tiempos, todo solía hacerse a mano y un error podía costarle la vida a la tripulación.

El primero en llegar fue el Comandante, un hombre enjuto, con manos de aristócrata, con ellas volaba como los ángeles. También poseía un gran sentido del humor, aunque cuando tenía que hacer estos vuelos su semblante tenía un atisbo de preocupación. Se sentó, cogió un cigarrillo y le dio fuego.

Le explique el tipo de carga que transportaban aquella noche, además de los pasajeros. Todo cuanto me dijo fue: no me desees buena suerte, como haces siempre. Luego pensé que yo no mencionaría esas palabras, porque si uno lo piensa bien suenan horrible, dadas las circunstancias.

El DC-7 era un avión producido por la Douglas Aircraft Company en 1953. Era  el mayor avión de transporte propulsado por motores de pistones, tenía un peso al despegue de 65.000 kilos, podía volar  más de 9.000 kilómetros y su altitud de crucero eran  7.600 metros, subía hacia el cielo a 318 metros por minuto.

Cuando la tripulación estuvo al completo, se dirigieron hacía el avión, pusieron los cuatro motores en marcha, no sin antes tener que sostener la mirada del comandante directamente a mis ojos y preguntarme si la carga estaba bien pesada y atada. Yo le respondí afirmativamente y me hubiera gustado desearle buena suerte, pero me abstuve. Finalmente me estrechó la mano y me dijo con una sonrisa: hasta la vuelta, muchacho.

Ver el despegue era algo que provocaba que mi corazón y el de mis compañeros nos golpearan en las sienes. La carrera del avión hasta casi el final de la pista -de pronto, como el aeropuerto estaba en un altiplano, caía por el barranco hasta que de pronto lo veíamos subir allí en la lejanía- como si le faltara el aliento. Cuando lo volvías a ver mi corazón dejaba de latir tan rápido, aunque parte del mismo les acompañaba a todos ellos, porque el corazón es un niño, espera lo que desea y yo era un niño y hubiera deseado estar con ellos en esa aventura.


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