Era 2018. Un día, Michey Barreto, un vecino de Nueva York, entonces de 43 años, se fue al hotel New Yorker. Pidió una habitación, le dieron la 2565 y pagó por estar ahí una noche.
Al día siguiente, cuando obviamente tenía que marcharse, adujo que una ley de alquileres de la ciudad de Nueva York, le daba el derecho a permanecer ahí, lo cual era verdad. Así que se quedó en la habitación.
Pero las cosas no quedaron en un cliente que no paga: Barreto empezó a falsificar documentos con el objeto de conseguir poner todo el hotel a su nombre. El hotel era propiedad –y aún lo es– de la Iglesia de la Unificación, en cuya contabilidad Barreto intentó interferir. Incluso, tal vez convencido de su propiedad, intentó cobrar el alojamiento a algunos clientes y, también, quiso cambiar las cuentas bancarias del hotel a su nombre. Esto no le salió, pero desde entonces vive allí, por supuesto sin pagar.
En febrero pasado le presentaron 24 cargos penales, acusaciones vendríamos a decir en España, entre ellas fraude y otras varias del mismo tipo. Todo es tan surrealista que, tras una primera vista, la juez le dio a Barreto unos días para que busque atención psiquiátrica. Pero él dice que está perfectamente y que no tiene ningún problema. La juez ha dicho que si no busca un tratamiento, tendrá que recibirlo por imposición judicial. Los fiscales pretendían mandarlo a la cárcel, pero la juez pensó que es mejor inicialmente que él se busque atención médica, aduciendo que probablemente tiene problemas con las drogas.
Ahora el juicio se va a retrasar por todo el lío con su estado de salud –mientras sigue en el hotel–. Pero su abogado, que no niega la situación de su cliente, dice que con el problema de las drogas, los hospitales lo rechazan.
Es probable que al final, por estos motivos referidos a la salud mental, Barreto evite varios años de cárcel.
Para que vean que ser hotelero no es fácil. Ni siquiera para una iglesia.