Bután es un caso de estudio: es un país absolutamente singular, con una cultura propia poderosísima, muy aislado del mundo al punto de que no llegan a treinta los pilotos cualificados para aterrizar en Paro, su aeropuerto, uno de los más difíciles del mundo. Además, ha introducido la mayor tasa turística que se recuerde, con un importe de prácticamente cien euros por persona y noche.
La tasa modifica completamente la dinámica del turismo y genera situaciones inesperadas que el gobierno está estudiando. Lo primero es que ahora el turismo se limita al oeste del país, donde está casi todo. Antes también, pero aún quedaba algún visitante para el este. Pero el problema más serio es para los 64 hoteles de tres estrellas que tiene el destino. Los de cinco y en menor medida los de cuatro, notan menos la caída de visitantes, pero el impuesto ha dejado a Bután sin turismo económico, por lo que esos establecimientos están condenados. Y lo mismo ocurre con el este del país, que tampoco tiene hoteles de lujo.
El nuevo escenario ha hecho reducirse espectacularmente el turismo individual, afectando a los establecimientos que los alojaban. En su lugar, prolifera el turismo caro, que busca en un proveedor todos los servicios. Más y más turoperadores (sobre todo de capital indio) se encargan del proceso completo, generando un efecto inesperado. El colmo es que muchos de esos turistas incluso traen un cocinero de su país para comer lo que les gusta.
El fortísimo aumento del impuesto por pernoctación (inicialmente de 190 euros, después reducidos a la mitad) pretendía en el plan del gobierno que aumentara el turismo de calidad. De alguna manera se está cumpliendo, pero los efectos inesperados también están siendo notables.
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