Los 'souvenirs' conquistan el centro de Palma de Mallorca

Caminar por Venecia tiene todo el interés del mundo: los canales, los edificios, la historia, el contexto, la arquitectura, las góndolas... Pero falta algo trascendental para completar la escena y hacerla verdadera: los venecianos. En Venecia no hay venecianos, sino vendedores provenientes de todos lados. Toda Venecia es una enorme tienda de souvenirs y de pizzas express para turistas. Los bajos han sido colonizados por el comercio, hasta convertir aquello en una ciudad muerta, ejemplo de los extremos que nos depara el turismo descontrolado.

El centro peatonal de Valldemossa, en Mallorca, compite con Venecia, y queda muy bien parada. En los últimos veinte años el comercio ha colonizado lo que era una maravillosa villa de montaña. Hoy,   aquello es un negocio ilimitado, irrestricto, que ha convertido hermosos edificios residenciales en locales comerciales donde se amontonan los mismos productos de todos lados y los mismos bares de comida rápida, pensados para que los turistas recarguen baterías a precios de oro. Para realmente ver Valldemossa hay que cerrar los ojos e imaginarse aquellas casas habitadas como en cualquier otro pueblo de Mallorca.

Pero ahora este fenómeno empieza a ser evidente en Palma. Vayan a la Catedral y descubrirán cómo toda la calle Palau Reial se ha ido convirtiendo en una enorme tienda de souvenirs, en bares con menús rápidos, en tiendas de perlas, en heladerías 'tradicionales'. No sólo Palau Reial, también las calles que entran en el Casco Histórico, por detrás de la Seo: uno tras otro, los bajos se están transformando en comercios que, por supuesto, se parecen como dos gotas de agua a los otros comercios, incluso a los de Valldemossa, también a los de Venecia. Todo, hasta el más humilde garage, puede ser punto de venta para las hordas de turistas que inundan la ciudad.

La lista de ciudades o villas que han dejado de estar vivas para ser un Disneylandia comercial es amplia: Nafplion o Taormina, desde hace décadas; Praga desde hace menos tiempo; Verona, en parte; Florencia, también en parte; el centro de Ibiza, la calle principal de Ronda o las inmediaciones de la torre inclinada de Pisa. Todos lugares maravillosos que se han quedado sin habitantes y que son especies de museos muertos de lo que un día quizás fue.

Sin embargo, aquí en Mallorca cabe hacerse una pregunta: ¿este es un destino inevitable? ¿Todo lugar turístico de interés ha de acabar como si fuera un centro comercial? ¿No es posible tener turismo pero que al mismo tiempo haya un lugar para los residentes?

A mí se me ocurren algunas preguntas más, incluso: ¿No existe en España una legislación que califique ciertas zonas como comerciales y otras como residenciales? ¿Puede uno abrir en una heladería en cualquier edificio, sólo con que se empeñe en ello? ¿Vamos a terminar convirtiendo los patios mallorquines en un zoco lleno de bagatelas?

Comprendo perfectamente la necesidad de darle sentido económico al patrimonio, pero uno espera que haya una idea de cómo queremos que sea la ciudad. Y esto, el concepto de lo que queremos, parece que es lo que falla. En Palma, donde gobierna la nueva izquierda, tenemos un concejal que se autotitula “de modelo de ciudad” para quien parece adecuado preguntarle ¿qué modelo de ciudad tiene en su mente? ¿Aparte de lo que dice su tarjeta, tiene el sujeto en cuestión alguna idea de lo que quiere que sea la ciudad? Porque, viendo la evolución de los comercios, viendo cómo se expanden haciendo caer uno tras otro los edificios residenciales, uno saca la conclusión, bastante sencilla, que Palma, como muchos otros destinos, será lo que el interés económico de los comerciantes desee que termine siendo. O sea, probablemente, un zoco como cualquier otra ciudad del mundo.

No es lo que yo llamo un modelo coherente.