Este jueves hubo cumbre en Europa. El continente que un año después sigue sin acordar una política común para tratar los vuelos interiores, donde cada aeropuerto aplica una norma diferente, tenía que responder a lo que pide el primer ministro griego y que, por cierto, España también apoya: crear una especie de pasaporte que certifique qué personas están vacunadas y qué personas no lo están.
Se trata de un asunto bastante sencillo: permitir que se pueda saber si una persona está vacunada o no. Si lo está, no hay que amargarle con pruebas PCR. Esa gente debería poder hacer vacaciones. La Comisión Europea entiende la postura de Malta, España e Italia, a quienes parece que les urge este documento.
Pero Francia se opone. Francia dice que eso discrimina. Y hasta ahí podíamos llegar. Que eso significa que unos ciudadanos sean tratados de una manera y otros de otra. Y ahí se paralizó el proyecto. La conclusión es que se seguirá trabajando, pero por el momento para llenar las estanterías de la Comisión. Rumanía también apoya a Francia, sabe Dios por qué.
El Consejo Europeo, según las crónicas, deparó otros muchos momentos de caos, como ya es habitual en Europa: ahora algunos países presionan para cerrar fronteras interiores, bajo la idea de que no hay que cerrarlas, pero hay que evitar que las cepas más peligrosas se expandan por Europa. Es como la política migratoria: todo abierto, pero que no vengan. De manera que unos van por un lado y otros por otro. Angela Merkel hizo circular un documento en el que sugiere la necesidad de cerrar fronteras, pero sin decirlo claramente.
Algunos países se atrevieron a preguntar qué hay del reparto de vacunas. Va bien, es la respuesta. Pero es evidente que no se está produciendo un avance importante.
A mí me cuesta discernir si es mejor tener 26 primeros ministros tomando decisiones o tener a un loco como Donald Trump. Con el segundo vamos mal, con los primeros no vamos.
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