Sean de un partido o de otro, de izquierdas o de derechas, los presidentes de España van teniendo sus amigos, no podía faltar más. Es algo tan humano como ellos mismos. Un proverbio francés asegura que “el amor es ciego; la amistad cierra los ojos” y así, en este gesto indulgente, nace el primer círculo de leales, el que disfruta de las mieles de los favorecidos. La mayoría pertenece al sector bancario, al de la construcción o al de servicios; del turístico, como tampoco podía faltar, tenemos algunos brillantes empresarios, protegidos por el poder de turno, que una vez llegado el fin del cuento, el cambio de legislatura, se precipitan en la desgracia dejando cuentas sin pagar, empleados desamparados, usuarios estafados y la imagen de todo un sector enlodada en el subsuelo.
No cabe esperar que los presidentes dejen de tener amigos. Expertos en política y en temas de liderazgo corporativo coinciden en que el asunto va más allá del amiguismo, el compadrazgo y el favoritismo. El problema debería atajarse desde la sociedad civil, es decir, en la empresa en la que corromper u obtener un contrato a modo, por medio de influencias, se ha convertido en una práctica común.
Pero si hay alguien peor que los amigos del presidente son los que presumen de ser amigos de los amigos del presidente. Para descrédito de todo un sector estigmatizado por la imagen del dinero fácil, nos vamos haciendo laxos, perdemos valores, el juicio crítico y empezamos a dar por normal la componenda. Desde Aznar y Díaz Ferrán hasta la mujer de Atapuerca, por estos lares sobran amigos y falta ética.
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