El contaminador nos enseña a no contaminar

Cuando el 26 de diciembre de 2006 un tsunami sacudió las costas del sureste asiático, provocando casi doscientos mil muertos, descubrimos que la presencia de suecos era desproporcionadamente alta. Incontables hoteles de Tailandia estaban ocupados mayoritariamente por viajeros de esta procedencia que lógicamente habían viajado hasta allí en avión. 

La presencia sueca en ese lugar de las antípodas es un indicador de su poder económico y de su capacidad para elegir lo mejor para ellos. Antes nos habían enseñado cómo ellos, un país pequeño, escasamente poblado, habían descubierto los mejores coches –Saab--, los más seguros –Volvo-- o habían inventado los camiones más competitivos –Scania-- que aún circulan masivamente por las carreteras y autopistas europeas.

Hoy, sin embargo, los suecos nos miran a los europeos del sur acusándonos de viajar en avión porque no somos sensibles como ellos al impacto ambiental. Es como los alemanes que han llenado totalmente su país de autopistas, exigiendo a España que no enlace Andalucía con Madrid mediante una vía rápida porque daña el medio ambiente. A buenas horas mangas verdes.

Esta es la situación del movimiento “Vergüenza de volar”: cuando el mundo sigue los pasos suecos y decide que también tiene derecho a veranear en las antípodas, ellos se sublevan y nos dan lecciones de lo que no debemos hacer.

Es verdad que los unos por los otros y el planeta se nos cae. Es verdad que es la hora de parar. Es cierto que esto no puede seguir así. Pero tiene narices que los suecos, los primeros contaminadores del planeta, los que nos han enseñado el camino, los que nos han vendido los coches, los camiones y la tecnología para contaminar todo, ahora nos den lecciones. La paradoja es tremenda.