La fragilidad de la paz

El atentado de ayer en Barcelona, la loca agresión de unos descerebrados contra la convivencia pacífica, tiene muchas connotaciones y posibles análisis: podemos estudiar el asunto como parte de una lucha entre dos culturas (¿se acuerdan de la tontería de la 'alianza de civilizaciones'?), como un conflicto religioso, como una cuestión de economía en la que los pobres se vengan de los ricos, como la consecuencia de la inmigración no suficientemente controlada, etcétera. Seguramente habrá quienes pretendan aumentar las medidas de seguridad, especializar más a la policía, introducir otro tipo de controles para reducir el riesgo.

Sin embargo, lo peor y más indiscutible que se puede decir del atentado de ayer es muy simple: no somos capaces de evitarlo. Porque el acceso al coche es universal, porque las aglomeraciones de público son inevitables, y porque no hay ni puede haber policía capaz de vigilar situaciones como las que desembocaron en el atentado de ayer. En otras palabras: estamos en sus manos, incapaces de abordar este problema con medidas policiales. Así de simple.

El turismo, por lo tanto, como habíamos visto tantas otras veces en tantas otras latitudes, es un negocio tremendamente frágil, contra el que se puede atentar con cierta facilidad. Lo hemos visto tantas veces que, aunque suene tremendo, aunque sea tremendo, su impacto es relativo. Desde Bali a Mali, de Nueva York a Berlín, de Londres a Mumbai, nadie puede sustraerse a estas locuras criminales. Y eso le resta peso, por muy cruel que sea, por muy brutal que parezca.

En cualquier caso, tras tocar en piel propia la dureza de la locura asesina, el sector turístico, la política y en general nuestra sociedad han de mantener la sangre fría y perseverar en los pocos caminos que existen para luchar contra esta aberración: la información, la prevención, el estado de alerta. Pero, francamente, poco más podemos hacer que no termine por ser aún peor.