¡Quieto ahí, aquí hay turistas!

Un barco se incendia cerca de Mallorca, demostrando lo frágil que es la protección del medio ambiente. El fuego se controla y entonces empieza la aventura de a ver a dónde llevamos el buque que parece que ya no presenta riesgo alguno (especialmente si seguimos teniendo mar en calma). Es una aventura porque nadie quiere al dichoso barco, aduciendo que todas son regiones turísticas en cuyas costas no puede haber peligro alguno.

Por lo que se empieza a constituir en norma, en este país las regiones turísticas sí pueden recibir barcos, pero no los pueden reparar; sí pueden tener cruceros, pero estos no puede sufrir accidentes en esos lugares; sí pueden consumir combustibles, pero no pueden explorar si tienen petróleo; sí pueden consumir electricidad, pero no pueden tener centrales generadoras.

A medida que nuestra cultura profundiza su simplificación y se deja llevar tobogán abajo, hacia la estupidez total, resultará que las cárceles, la basura, la industria y la contaminación sólo pueden estar en ciertas zonas en las que sólo hay aborígenes, mientras que en donde hay turismo únicamente se puede tener belleza. (Afortunadamente, esta regla no se aplica con la corrupción, porque en ese caso saturaríamos a la España no turística.)

Obviamente, el producto turístico es importante para el país y, por supuesto, se ha de evitar lo que pueda causar impacto negativo en esta industria. Sin embargo, el accidente del Sorrento (como antes las exploraciones petrolíferas) apuntan a que nuestros políticos, siempre mirando de reojo si pueden rascar un voto, están dispuestos a defender lo indefendible, con el aplauso de unos medios de comunicación que, igualmente, parecen carecer de otro criterio que la popularidad de sus planteamientos.