El alquiler vacacional, una bomba

El modelo de apartamentos turísticos está provocando dos efectos absolutamente desastrosos allí donde se instala: por un lado, destruye el mercado del alquiler de viviendas y, por otro, degrada el turismo a niveles nunca antes vistos, al menos en el urbano.

De lo primero se ha escrito mucho: las viviendas que se ofrecen en alquiler a los viajeros eran antes viviendas que estaban en el mercado para los residentes. Su desaparición, en algunos casos en cantidades muy elevadas, dispara el precio del alquiler de larga duración, al reducir la oferta de forma significativa. Pero de lo segundo se escribe menos y es igualmente horrible.

Yo acabo de regresar de un viaje de casi un mes por cuatro ciudades europeas, dos de Italia y dos de Grecia, siempre en apartamentos turísticos. Vamos por partes.

En primer lugar, se desnaturaliza la relación humana. En ninguno de los cuatro apartamentos a los que acudí me vi con un humano que sea titular de la propiedad o que la represente. Todo son mails a través de las plataformas, con la famosa cajita junto a la puerta, cuya clave se comunica horas antes de la visita. “Al salir deje las llaves en el armario de la entrada” es el mensaje de despedida. En un caso me pidieron que “deje el importe del impuesto turístico”, por supuesto sin recibo de ningún tipo.

En segundo lugar, la calidad del producto es infame, debido fundamentalmente a la falta de controles, imposibles en un mercado que, si no es ilegal, lo parece. En un caso, el apartamento, aunque bien acabado, era un bajo al que no se le podía sacar dinero porque no tenía visibilidad desde la calle, y sin ventilación alguna se convirtió en alojamiento; en otro, no había ventanas pese a que en la información en el portal decía que tenía vistas, sin especificar detalles; un tercero era una antigualla inadmisible mientras que el cuarto estaba correcto. En uno de los casos, cada dos o tres días alguien limpiaba el alojamiento mientras el cliente estaba fuera; en los otros tres, nada. Ni tampoco se informaba de que no pasaría nadie. Pese a que eran apartamentos con una minicocina, las carencias eran insultantes. En uno faltaba papel higiénico, en otro mantas, en otro vasos. Obviamente, no hay regulación ni controles y, por lo tanto, no existen exigencias ni estándares.

En tercer lugar, estos alojamientos llenan los centros de las ciudades de visitantes con nulo interés por la convivencia y mucho por la jarana, lo que es lógico en los turistas, aunque no en esos lugares en particular, mezclados con familias que tienen un ritmo de vida diferente. Y llenan las ciudades de coches de alquiler, porque una cosa va paralela a la otra.

En cuarto lugar, es evidente que todo este mundo funciona en negro. Nunca una factura; en tres de los cuatro alojamientos no me pidieron la documentación –por mail, se entiende, porque presencialmente no había nadie—y tampoco conocí una entidad responsable del servicio.

Los intermediarios, que fundamentalmente son Booking y Airbnb, pero no son los únicos, parecen tener interés en mantener esta ambigüedad en la identificación del propietario, porque la información no es para nada comparable con la que se ofrece cuando uno alquila un hotel.

Y, no menos importante, es igualmente evidente que esas explotaciones no generan empleo. El mantenimiento es muy precario, no hay recepción, no hay trabajadores, no hay información, no hay nada.

La combinación de aerolíneas de bajo coste, apartamentos turísticos y coches de alquiler es una combinación explosiva que degrada la calidad del turismo y provoca el efecto que estamos viendo en muchas ciudades. O si se quiere, lo agrava, porque las hordas de turistas, hoy más frecuentes que nunca, ya eran antes bastante incómodas para el residente. Pero ahora esto es masivo, genera mucho menos empleo y encarece el alquiler. Una bomba para políticos cuya incapacidad para tomar decisiones es evidente.