Supongo que todo el mundo ha leído las declaraciones que Milagrosa Martínez, exconsellera de Turismo de la Comunidad Valenciana y presidenta de la Agencia Valenciana de Turismo, hizo ante el juez que investiga un presunto caso de corrupción en relación con la presencia de esta región en la feria Fitur. Tengo esta creencia porque no concibo que alguien se haya perdido unas afirmaciones irrepetibles, infrecuentes, extraordinarias: dijo al magistrado que ella sólo supo qué era Fitur bastante después de acceder al cargo de consellera.
Yo le creo a pies juntillas. En este país, no sólo es posible, sino probable, que un conseller o consellera de Turismo carezca de todo conocimiento sobre el tema que va a dirigir. Lo mismo, desgraciadamente, sucede con los ministros –que siempre tienen la excusa de que ellos hacen política– y con los secretarios de estado, directores generales y otros cargos políticos elegidos por el Gobierno.
¿Por qué es tremendo que una persona que ha sido nombrada para hacerse cargo del turismo no tenga ni idea de aquello a lo que accede? Por supuesto, porque su gestión será un desastre. Pero ese no es, a mi modo de ver, el efecto más nefasto: lo peor, lo más desolador, es que trasmite la idea, la impresión, la sensación, de que saber de un tema no es importante, que de estas cosas se puede encargar cualquiera, que esto no es suficientemente serio como para exigir rigor y conocimientos, que esto es un poco de traca, que quien estudia, trabaja, se prepara y conoce el área ha perdido el tiempo, que aquí hay poco que aprender, que uno se familiariza con todo esto, como dijera un ministro a un ex-presidente, en dos tardes.
Este es el drama de este país: no creemos en el conocimiento, no valoramos la formación, no reconocemos el mérito.
A falta de conocimientos, ¿qué valores tuvo que demostrar Milagrosa para acceder al cargo? Carente de la más mínima formación y cualificación –puede que incluso ni siquiera hubiera viajado más allá de su pueblo natal–, probablemente se valoró en ella su fidelidad con la causa, su actitud ciegamente leal, su disposición a hacer lo que le ordenen sea o no razonable.
Anteponer lo segundo a lo primero, tan frecuente en política y no desconocido en la empresa privada.
Sería bueno que aquellos cargos públicos que pisen la cárcel (siempre menos de los que deberían) aprovechasen su estancia entre rejas para leer algún tratado de ética en el que se lea claramente: "Aceptar un cargo para el que no se está preparado es INDECENTE".