El padre de un amigo mío, tercero en la línea sucesoria, heredó las fincas menos valiosas que poseía su familia; el primogénito, en cambio, por aquello de mantener la unidad productiva, se quedó con la casona familiar y los campos de algarrobos. El padre de mi amigo lamentó su destino y se quedó con aquellas inútiles tierras sobre la playa. Hoy, los que tienen la finca saben que de los algarrobos no se vive y que un solar sobre la playa es oro. Hubo un momento en el que todo cambió, de la noche a la mañana.
Otro amigo mío heredó, con sus dos hermanas, el mejor negocio imaginable: una máquina de ganar dinero y ante la cual todos los poderosos estaban a los pies. Hasta que un día desde Estados Unidos dijeron que había nacido Internet y en diez años aquel negocio perdió sentido de tal manera que hoy mi amigo gestiona el declive y el empobrecimiento. Hubo un momento en el que todo cambió, de la noche a la mañana.
Hace apenas diez años, todo hotelero del mundo sabía que su negocio se regía por la ley de la oferta y la demanda y que si sube los precios, la demanda baja. Era ya un buen negocio, pero el límite estaba ahí. Tras el Covid, los hoteleros suben los precios y la demanda no baja. Y vuelven a subir y sigue sin bajar. Hubo un momento en el que el que era ya un gran negocio vio cómo se convertía en una mina de oro. 2022 fue un ejercicio excelente; 2023 lo superó ampliamente; pero es que por lo que estamos viendo, 2024 será increíble.
Nadie sabe cuál es el límite de esta nueva situación en la que los consumidores se han sincerado y han dicho que su prioridad es viajar, alojarse bien y disfrutar. Y los hoteleros descubren que, de pronto, tienen la lampara de Aladino.
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