Hay viajes que parecen comenzar bajo el signo del infortunio, como si una maldición gitana pesara sobre ellos, como las travesías que los marineros no quieren comenzar en viernes. También, en aviación, hay días en que uno piensa en que lo mejor hubiera sido perderse en el aeropuerto.
Un vetusto DC-3, superviviente de mil batallas, despegó desde Valencia con rumbo a la Isla de Jersey, en medio de una lluvia torrencial que no presagiaba nada bueno. Durante dos eternas horas, mientras cruzaba España en diagonal buscando el Cantábrico, fue sacudido como una peonza por la borrasca.
Después, mientras ganaba el norte bordeando la costa francesa, el viento helado le cargó de hielo. Durante ese tiempo -una hora más o menos- los dos pilotos intentaban en vano luchar contra el frío subiéndose el cuello de sus chaquetas, muy adecuadas para presumir en un aeropuerto, pero absolutamente inútiles para combatir el frío siberiano de aquella cabina.
En medio de los dos pilotos, un aterido mecánico trataba de inyectar alcohol a las palas de las hélices para prevenir que se formara hielo en ellas. Pero hasta Jersey aún quedaba casi una hora más de vuelo, y en una hora pueden pasar muchas cosas. Las borrascas inglesas suelen ser borrascas civilizadas. Mucha agua, bastante viento, un vuelo incómodo pero poco más. Pero las borrascas francesas son diferentes y tienen muy mala uva, por lo cual los pescadores, que las conocen muy bien, las llaman galernas del Cantábrico. Y una galerna es algo serio.
El aire caliente y la lluvia torrencial disolvieron el hielo del avión, pero lo sacudieron como una pluma en un huracán. El avión entró primero en una capa de nimbostratos, luego en otra de cúmulos y cuando llegó al grueso de la borrasca entró en el primer cumulonimbo, que lo sacudió como si una mano gigantesca lo abofeteara. Los cumulonimbos son las nubes de tormenta, cargadas de electricidad como un transformador. Sonó como una explosión y los dejó deslumbrados.
Por fin descendieron, ante ellos apareció el canal hirviendo de espuma y con olas enfurecidas. El viento soplaba con fuerza de vendaval y el aterrizaje no fue nada fácil. Pero el comandante era un piloto experto, conocía su oficio. Con el viento soplando perpendicular a la pista dejó que el avión situara el morro contra el vendaval y realizó un soberbio aterrizaje sobre una rueda. Lo malo es que había que volver.
Al regreso la carga que llevaban a bordo no dejaba de ser curiosa. La componían tres toneladas de centollas. Pensando y comentando lo curioso fue cuando el motor número uno dio su primera explosión, la segunda explosión fue más fuerte que la primera. -¡Abandera el motor¡- Quiso el comandante decirlo serenamente, pero le salió como un grito.
Pero al mismo tiempo la velocidad comenzó a descender de manera inmediata. Si con dos motores el avión volaba mal, con un solo motor apenas llegaba para sostenerlo en el aire, mientras tanto el avión seguía bajando y el altímetro señalaba apenas mil quinientos metros sobre el nivel del agua.
El comandante tragó saliva, trató de aclarar la voz para que le saliera lo más serena posible, se volvió y ordenó, tranquila pero firmemente, que abrieran la puerta del avión y lanzaran la carga al mar.
Lanzaron la carga como posesos, caja tras caja. Ahora el avión volaba notablemente mejor, y el comandante incluso se permitió ganar algunos metros de altura. El viento les había llevado muy a la izquierda de la ruta. Quizás con tanto trajín habían descuidado el rumbo. Entre la bruma se fue perfilando la costa, creo que estamos en Santander, la entrada a la ría y el Palacio de la Magdalena se perfilaban en el horizonte.
Vamos a tomar tierra- dijo el comandante-. Miró cuidadosamente en todas las direcciones, y al fin encontró la planicie donde por fuerza tenía que estar el aeródromo, a la izquierda del avión apareció una pista, el avión viró hacia ella. El empuje simétrico del motor se hacía ahora notar fuertemente, pero de nuevo el comandante dio un recital digno de un profesional y unos minutos más tarde, el avión se posó con toda maestría.
PD: Gracias José Antonio Silva
Mi sincera felicitación a Tomás Cano por este apasionante relato. De aviones y navegación aérea no entiendo pero durante años fui asiduo pasajero de Convair Metropolitan, Caravelle, DC-3 y los primeros AirBus. Pocas, muy pocas veces pasé miedo... siempre supe que los pilotos españoles eran, y son, excelentes.
¡ Muchas gracias y enhorabuena !
Buen artículo, felicidades